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Silverio Pérez 

Si después del huracán María somos un país diferente es lógico sentir que esta sea una Navidad diferente. Diferente no implica que sea menos alegre o que no la disfrutemos. Todo lo contrario. Lo diferente de esta celebración nos puede dar la oportunidad de explorar otras formas de sentir la Navidad.

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En estos días he tenido la privilegiada oportunidad de hablarle y cantarle, en espectáculos y charlas de motivación, a miles de personas que han estado celebrando sus actividades de la época navideña. Pero lo más importante es que he tenido la ocasión de escucharlos con el corazón atento. La alegría sigue estando ahí, pero se manifiesta de otra forma, tal vez más profunda, menos fingida, con mayor autenticidad.

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En Navidad el mundo cristiano celebra el nacimiento de Jesús. El sistema en que vivimos, donde se prioriza el consumismo y las ganancias de capital, le ha robado a esa celebración su verdadera esencia. No es casualidad que el huracán que nos desnudó en nuestra vulnerabilidad, pobreza y fragilidad como pueblo, se llamara María, como era el nombre de la joven que alumbró a la humanidad con el nacimiento de un profeta cuyas enseñanzas fueron una denuncia de las creencia hipócritas de políticos y religiosos de aquel tiempo, y el anuncio de una nueva filosofía de vida basada en la humildad y en la defensa de los pobres.

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En todo nacimiento, el dolor precede la alegría. En todo nacimiento comienza una nueva vida. En todo nacimiento hay un antes y un después, un pasado y un momento presente que presagia un futuro. Hoy más que nunca, después de la devastación causada por un fenómeno natural, nuestro país, reducido a un pesebre si lo comparamos con la vitrina de luces y adornos en la que vivíamos, tiene la oportunidad de ese renacimiento, de hacer suyo el verdadero misterio que encierra la Navidad.

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Los dolores de parto que hemos padecido eran necesarios para descubrir el verdadero país que éramos, no el que nos imaginábamos o el que nos hicieron creer. Toca ahora parir un nuevo país. De que va a doler no nos quepa duda. De que al principio ese niño país apenas se va a poder sostener por sí mismo, obvio. De que poco a poco irá caminando, tropezando, cayéndose, levantándose, hasta caminar erguido como le corresponde al homo sapiens, no tengo duda. Que habrá muchos que seguirán pensando en lo que pudo haber sido y no fue, que preferirán el autoengaño a la toma de nuevas responsabilidades, no me extrañaría.

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Ese niño país que tenemos que parir en estas navidades diferentes ya comienza a observar aquellas cosas que no pueden ser parte de su perfil futuro. Los políticos faltos de propuestas inspiradoras, los que callan, manilos incapaces, los corruptos, los faltos de visión, no son opción para este alumbramiento. La dependencia y la falta de convencimiento en nuestras capacidades para auto sostenernos, no puede ser parte del perfil sicológico de ese nuevo país.

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El niño país que tenemos que parir tampoco puede tener la deformidad de una brecha entre ricos y pobres que cada día crece en vez de achicarse. El niño país debe aprender a mirar primero a su fuerza interior antes de atisbar en el horizonte a ver si viene un benefactor que no ha llegado ni llegará a salvarlo de la catástrofe.

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En estas visitas que he realizado llegué a Hormigueros, un pequeño pueblo en el oeste del país. Allí no miraron al exterior a contratar compañías sabiondas que les resolvieran, a un alto precio, los problemas de agua, luz y recogido de escombros. Miraron a su interior y encontraron gente dispuesta a hacerlo, y tienen el pueblo energizado en un 95% y, más que todo, gozosos de haberlo hecho ellos mismos. Con los árboles cortados hicieron centros de mesa, y con las paletas de madera de las cargas de suministros, pesebres. Allí sentí esa Navidad diferente. Salí más entusiasmado, comprometido y convencido de que después de estos dolores de parto podemos parir un nuevo país. Yo lo creo.

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